Al principio gritas OTAN NO y BASES FUERA. Te dejas crecer el pelo y atraviesas un arete en el lóbulo de tu oreja izquierda.
Cabreas a mamá y aún más a papá. Al fin y al cabo ellos son el pasado y carecen de papel en la revolución por venir. A diferencia de esas muchachas que acuden a las manifestaciones y que contienen en sí todos los mundos posibles.
Pero ocurre lo inevitable: entre gritos y pancartas, encuentras compañera. Te emparejas y esto deriva en que tengas menos tiempo que dedicar a la lucha. A cambio, fundas un hogar y aportas nuevos retoños a la clase trabajadora.
Es inevitable que te acomodes. Y que engordes. Que empieces a requerir espacios más amplios y coches más grandes. Comienzas a hacerte a la idea de que, si quieres que tus hijos formen parte de la vanguardia de la revolución futura, no te queda otro remedio que establecer una alianza táctica con el clero y llevarles a un colegio de pago.
Tú mismo te ves obligado a infiltrarte en esos ambientes de chaqueta, puro y corbatín, hasta que un día, sin saber cómo, te despiertas dando gracias a Dios porque existe la OTAN.