Cualquiera que haya visto una peli de pandillas sabe que siempre está el grandote que reparte las hostias y el psicópata enclenque que le impulsa a actuar. Cualquiera que haya visto a Cristóbal Montoro sabe que no es el grandote que reparte las hostias.
En las peleas de pandillas de mi barrio, Montoro sería el típico que permanece en retaguardia, provocando y agitando los puños en el aire, presto a poner la zancadilla, apuñalar por la espalda o chivarse del contrincante que escapa por el callejón. Pero Montoro no vive en mi barrio; su pandilla se llama Partido Popular y ejerce el gobierno.
Así que Montoro profesa su chulería barriobajera desde primera línea, insultando y mintiendo a destajo, riéndose como una hiena y despreciando al resto de pandillas no alineadas con el Partido Popular. Y lo hace bien alto en la tribuna o frente a las cámaras. No necesita que ninguno de sus secuaces le sirva de parapeto: cuenta con escoltas, guardaespaldas, servicios secretos, policía, guardia civil y hasta ejércitos.
Ahora que también es lo que dicen el Johny, el Chivas y el Palenque mientras comparten un litro y finiquitan el último porro: que la vida da muchas vueltas, y que tan pronto es uno el rey del mambo como bracea desesperadamente en el lodo; que algún día cambiarán las tornas, Montoro, y llevas todos los números para recibir una galleta.